La trágica riada que asoló recientemente ciertas comarcas de nuestro país nos obliga a precisar la perspectiva de la Geografía sobre esta catástrofe, pues se trata ante todo de un fenómeno esencialmente geográfico, lo que se olvida frecuentemente por comunicadores y políticos.
Desde esta perspectiva geográfica lo primero que hay que tratar es de despejar la incógnita esencial que hemos reflejado en el título: ¿la mencionada riada era imprevisible y la catástrofe que provocó inevitable? O, por el contrario, ¿era un riesgo posible e incluso probable y sus consecuencias fruto de la improvisación de unos gestores que no han estado a la altura de las circunstancias? Porque de todo ha habido, según el punto de vista con el que abordemos la cuestión.
En primer lugar, no podemos decir que se trate de un imprevisto, en el sentido de lo que Nassib Taleb llamó un cisne negro, es decir de un acontecimiento que, por producirse de forma súbita, pone fin a una etapa de optimismo y confianza. Una inundación otoñal, por lluvias copiosas en la España mediterránea, no es un imprevisto, aunque se produzca de forma súbita, es más bien una característica climática de esa región que se viene produciendo desde hace tiempo. Otra cosa es que la intensidad y envergadura de estas precipitaciones, que lógicamente varían según años y zonas, hayan sido muy superiores a las esperadas, lo que en todo caso es muy difícil de prever a largo plazo. Una situación que podría asimilarse mejor a lo que Edward Lorenz llamó el efecto mariposa, conocida imagen utilizada por este autor para formular su teoría sobre que en los sistemas complejos, como puede ser el clima, pequeñas variaciones en las condiciones iniciales pueden determinar consecuencias muy diferentes, lo que dificulta la predicción a medio y largo plazo.
Las referencias históricas a las riadas valencianas son numerosas: Cavanilles, Escolano, Boix, Almela y otros muchos cronistas o literatos, como Azorín o Blasco Ibáñez, además de varios geógrafos, se han referido a este fenómeno que caracterizan el medio geográfico del Este, Sur y Sureste peninsular. Al igual que ocurre con las sequías, situación contraria que amenazan igualmente a vidas y haciendas.
Figura 1: Puente del Mar sobre el Turia en valencia, derruido por una crecida de finales del XVIII, según Cavavanilles.
Figura 2: Expectación y curiosidad en las orillas del Turia ante una crecida del río. Finales del siglo XIX. Fotos de Antonio García Perís.
Además, desde el último tercio del siglo pasado, un nuevo proceso climático, como es el calentamiento atmosférico, viene a complicar aún más la cuestión, pues si por un lado es evidente que ese calentamiento influye en la mayor intensidad de las inundaciones, por otro es igualmente obvio que ciertas ideologías medioambientales, producidas al amparo de dicho cambio climático, han generado una especie de geoidolatria que predica la mínima intervención sobre el medio natural, supremo dogma ecológico que ha impedido las obras necesarias que hubieran servido para evitar las inundaciones.
Es decir, imprevisión e improvisación, “cisnes y mariposas” a la vez, actuando en sentido contrario. Además, es necesario valorar la incidencia del factor antrópico, tanto por su impacto sobre el medio geográfico como por la incidencia de ideologías y políticas. Para ello intentaremos primero precisar los límites de la previsión meteorológica, hidrológica y geográfica y sus umbrales de fiabilidad, para analizar después las razones de la improvisación y consideraciones ideológicas y políticas que la han condicionado.
Los límites de la previsión meteorológica, la dana y la temperatura del mar
El origen de este proceso catastrófico hay que situarlo en la alta atmósfera, donde como consecuencia de las oscilaciones de los vientos del oeste se pueden generar embolsamientos de aire frío en altura, gota fría o dana, rodeado y aislado por aire más cálido y dotado de movimiento ciclónico. Cuando como consecuencia de todo ello esa gota desciende a menor altura desplaza al aire más cálido y húmedo hacia arriba, dando lugar a un espacio de inestabilidad y fuertes aguaceros que pueden ser muy abundantes.
La primera de esas variables es una exageración del gradiente tanto térmico como higrométrico, de forma que el descenso del aire frío en altura genere el inmediato ascenso del cálido y húmedo de la superficie, provocando su rápido enfriamiento y abundante condensación. En el caso que nos ocupa, el contraste de gradiente de ambas masas de aire era especialmente acusado, dado la elevada temperatura y humedad del Mediterráneo en ese momento. Sin esa coincidencia, la de la subsidencia de la dana y la elevada temperatura y humedad del aire desplazado, la inestabilidad y las lluvias hubieran existido, pero no en la forma y con la rapidez e intensidad catastrófica con la que se ha producido. Téngase presente que el 29 de octubre se registraron en Turís un total de 771 l/m² en 24 horas, de ellos 185 l/m² en tan solo una hora, valores excepcionales desde que hay datos. A la vez hay que tener en cuenta la temperatura del Mediterráneo este verano, que según datos proporcionados por el Centro de Estudios Ambientales del Mediterráneo, alcanzó su récord el 10 de agosto de 2024, con 28,15ºC. La coincidencia de ambos valores en sus niveles máximos, el pluviométrico y el térmico, evidencia una relación genética entre ambos procesos, que, de no haberse producido, habría supuesto unas precipitaciones muy inferiores a las que tuvieron lugar aquellas fatídicas jornadas.
Figura 3: Formación de una dana a partir de una oscilación de la corriente en chorro
Fuente: AEMET
Es decir, desde el punto de vista de la predicción, nos encontramos con dos ámbitos difíciles de compatibilizar: el meteorológico y el hidrográfico, pues, aunque es evidente la relación de los procesos dinámicos que generan un embolsamiento de aire frío en altura con las condiciones térmicas e hídricas de la masa superficial desplazada por el descenso de aquella, mecanismo esencial de toda dana, es difícil prever con suficiente antelación la relación de los anteriores parámetros, condición esencial para prevenir la intensidad de las lluvias y sus efectos catastróficos o no. Sobre todo, en nuestra época, en que gran parte de las predicciones meteorológicas se realizan mediante modelos informáticos poco aptos para analizar situaciones excepcionales, como fue el caso.
La orografía fluvial: ramblas y torrentes
Pero hay que tener en cuenta un segundo factor específicamente geográfico que puede marcar la diferencia entre la lluvia abundante y la catastrófica: la morfología del terreno. Como fácilmente se comprenderá no es lo mismo que precipitación se produzca sobre el mar o sobre una llanura con poca pendiente y fácil drenaje que sobre un territorio accidentado por barrancos y torrenteras con fuerte inclinación, como ocurrió en este caso.
Es esa pendiente la que proporciona la energía necesaria para convertir la masa de agua precipitada en un desastre más allá del área donde se produjo la precipitación, gracias a la existencia de torrentes, ramblas o barrancos que, además, estaban llenos de fango, aluviones, restos de vegetación que facilitaron el desbordamiento Ese fue el caso del papel jugado por el río Magro y la Rambla del Poyo, que alcanzó un caudal de 2.200 m3/s, provocando la riada catastrófica para las poblaciones ribereñas, acostumbradas a ver estas ramblas como un cauce siempre seco, ideal para aparcamiento o vertedero.
Pues bien, todo el levante peninsular, cuencas del Turia, Júcar y Segura, al igual que la Andalucía Penibética, que drenan al mar, están caracterizadas por esa acusada pendiente con respecto a la vertiente opuesta, que drena al Tajo, al Guadiana o al Guadalquivir. El caso más evidente es el del Júcar, que desemboca en el Mediterráneo como consecuencia de la captura fluvial de un primitivo río meseteño desviado hacia dicho mar por un retroceso de cabecera debido precisamente a la mayor pendiente de esta vertiente. Asimismo, son numerosos los ejemplos de otros accidentes geográficos que evidencian también esa mayor pendiente, como los puertos de montaña (Vallivana, Ares del Maestre, Ragudo, Portillo de Buñol, Puerto de Almansa, etc.) o la existencia de relieves abruptos y encajados, aprovechados, desde antiguo, para construir presas y embalses de cabecera, para regular, almacenar y frenar las avenidas.
Sin pretender ser exhaustivos, podemos citar algunas de ellas, como las de Benageber en el Turia, planificado desde 1933 pero no construido hasta 1955, la enorme de Alarcón en el Júcar, proyectado también en 1933, se inició su construcción poco después, que fue interrumpida por la Guerra Civil, reiniciándose en 1942, por iniciativa de los regantes del curso bajo. Fue inaugurado en 1955 y terminado definitivamente en 1970. En este mismo río el embalse de Tous, proyectado en 1958, pero que no fue terminado hasta 1979, sólo tres años antes de su trágico derrumbe en 1982. Junto a estos, en la misma cuenca, el embalse de Contreras construida en 1972 en la confluencia de los ríos Cabriel y Guadazaón. Asimismo, hay que citar otras presas más pequeñas en ríos de menor cuenca y caudal, como la de Forata, en el río Magro (1969) y la de Regajo, en el rio Palancia (1959) o las presas históricas de Tibi y Almansa, del siglo XVI y las de mayor envergadura del siglo XVIII, Puentes y Valdeinfierno, sobre el Guadalentín. Precisamente la primera de estas se derrumbó a principios del siglo XIX, causando centenares de muertos en Lorca, dando lugar a un proceso de revisión de la política hidráulica seguida hasta entonces, en la que participó el mismo Agustín de Bethancourt.
Junto a las presas, es necesario citar las actuaciones sobre los cauces, como desvíos y encauzamientos. El más conocido es el que se hizo en el Turia a su paso por Valencia, entre 1958 y 1979 o la rambla de Nogalte. La primera, consecuencia de la riada del 14 de octubre de 1957, que inundó la ciudad y alrededores provocando casi 100 muertos y elevadas pérdidas materiales, dando lugar a dicho desvió, conocido como “Solución Sur”. La segunda supuso el encauzamiento de la citada rambla de Nogalte, afluente del Guadalentín y principal causa de inundación en la Vega Baja del Segura.
Pero, tras esa primera fase de intervención sobre los cursos principales, con la triple finalidad de regular el régimen fluvial, almacenar el agua de las crecidas y evitar las inundaciones y riadas, era necesario intervenir sobre otros aparatos fluviales menores, como ramblas y torrenteras, que requieren otro tipo de actuaciones menos espectaculares pero igualmente necesarias, como la limpieza del cauce y su encauzamiento y, sobre todo, evitar su ocupación como vertedero, aparcamiento o espacio urbano marginal. Este fue precisamente el principal problema que ocasionó el desastre de octubre de 2024 sobre todo debido al desbordamiento del río rambla Magro y el barranco del Poyo. El desbordamiento del Magro fue amortiguado, en parte, por el citado embalse de Forata, pero la riada del Poyo, primer protagonista del desastre citado, no encontró en su trágico recorrido ninguna obra hidráulica para frenar sus temibles efectos. Y eso a pesar de que en el pasado había dado muestras de su capacidad destructiva, ya advertida por el mismo Cavanilles, y contar desde principios de siglo de varios planes de encauzamiento y regulación que por problemas financieros o planteamientos ideológicos no se hicieron cuando correspondía.
Figura 4: La presa de Tous en el Júcar, después de su hundimiento.
La cuestión ideológica: la Política Hidráulica y el nuevo paradigma ambiental
Estos últimos ejemplos de pantanos de épocas pasadas, cada uno con su propia historia que los convierten en ejemplos de la lucha de la sociedad por controlar la naturaleza y los riesgos del medio físico, son expresión de la existencia de una “política hidráulica”, para almacenar los excesos de las crecidas, evitando los destrozos de la inundación y posibilitando su utilización en épocas de sequía. Política hidráulica que, con diferentes antecedentes, alcanza en el siglo XX, su más genuina expresión defendida por igual y con similar interés por políticos y gobernantes de las más opuestas ideologías.
En efecto, esta etapa contemporánea de la política hidráulica española comienza en 1879 con la aprobación de la Ley de Aguas que fomenta y ordena la explotación hídrica y fue imitada por legislaciones similares en numerosos países. Poco después, en 1902, se aprueba el primer plan Gasset, debido al político del mismo nombre que consiguió poner de acuerdo a los dos partidos de la Restauración, moderados y progresistas, entorno a las ideas de Joaquín Costa y el regeneracionismo. Pero poco se hizo al respecto, debido a la falta de una planificación hidrológica del territorio, objetivo que se logró en 1926, cuando Rafael Benjumea, ministro de Primo de Rivera, creó las Confederaciones Sindicales de Cuenca, antecedentes de las actuales Confederaciones Hidrográficas, cuya finalidad era planificar y controlar los recursos hidrológicos, utilizando la cuenca como unidad básica de planificación.
Este mismo interés por mantener una política hidráulica por encima de las diferencias de los partidos de la Restauración y, más aún, de la de estos con la Dictadura, se hizo más patente con la llegada de la República y el nombramiento de Indalecio Prieto como ministro de Obras Públicas, que creó el Instituto de Estudios Hidrográficos, al frente del cual puso al ingeniero Manuel Lorenzo Pardo. Y es precisamente entonces, cuando más radical es el enfrentamiento entre políticos, cuando tenemos la mejor prueba de que la cuestión hidráulica estaba por encima de la lucha partidista. En 1930, cuando quedaban unos pocos meses para la proclamación del nuevo régimen, Alfonso XIII, visitó las obras de la presa de Ricobayo, en el Esla, primera de las que constituirán los Saltos del Duero, pronunciando estas significativas palabras: Seguirán estas obras por encima de todas las inquietudes del momento, porque uniendo a todos, monárquicos y republicanos, está la idea patria. Unos pocos años después, el mismo Indalecio Prieto, como queriendo dar la razón al Monarca recién destronado, se refería así a dichas obras, en una intervención suya en el Congreso: Voy a buscar una fórmula que permita […] trasladar el alma técnica de Saltos del Duero, su organización, con sus ingenieros, con sus obreros, con su material auxiliar a orillas del Guadiana, para que esa técnica […] levante allí un nuevo templo de trabajo como lo ha hecho a orillas del Esla[1].
La intervención de Prieto tenía lugar precisamente cuando se discutía el Plan Nacional de Obras Hidráulicas de 1933, primera y más completa planificación de este recurso a nivel de todo el país, pero que poco pudo llevarse a cabo por el estallido de la Guerra Civil. Acabada esta, y como la prueba más evidente de la pervivencia de la política hidráulica por encima de las diferencias políticas, el régimen franquista asumió casi la totalidad del plan republicano hasta convertirlo en un icono de la Dictadura. Por eso, no puede por menos llamar la atención las diferencias y críticas cruzadas por los actuales políticos en torno a esa política hidráulica y las ataques que a la misma hacen comunicadores y políticos, autodefinidos como progresistas.
Figura 5: La continuidad de la política Hidráulica
Pero además, este rechazo hidráulico que se ha manifestado en los últimos años y que demoniza las infraestructuras de esta naturaleza, abandonando los proyectos en marcha e incluso derribando algunos de los ya realizados, es la mejor expresión de esa nueva ideología, autocalificada de ambientalista, que considera al medio físico como una realidad intangible. Es lo que podríamos calificar de ambientalismo consumista.
Esta emergente postura respecto al problema ambiental es una cuestión antigua, que se manifestó por primera vez en la Conferencia de Estocolmo de 1972 y en la primera crisis del petróleo del año siguiente. Ambos acontecimientos pusieron de manifiesto el grave problema al que se enfrentaba la Humanidad, tanto por la contaminación de los deshechos de la sociedad industrial, en el primer caso, como por el riesgo de agotamiento de las materias primas en el segundo. Lo que suponía la inviabilidad del modelo de desarrollo industrial seguido por la Humanidad desde hacía más de un siglo.
Durante más de cuarenta años, estados, empresas y organizaciones intentaron hacer compatible ambos objetivos: desarrollo económico y protección ambiental, pero sin conseguirlo, pues la crisis ambiental es, en realidad, la crisis de la civilización industrial, tecnológica y consumista, en su actual dimensión global. Había que elegir entre proteger el medio a costa de frenar el desarrollo, con las graves consecuencias económicas y sociales que ello suponía o, al revés, seguir con el mismo sistema industrial a pesar de sus graves resultados sobre el medio y el clima. Se optó por lo segundo, pero con una intensa publicidad que decía todo lo contrario y en lugar de afrontar el cambio climático directamente con medidas coercitivas frente a sus causas, se optó por prepararse para las consecuencias de dicho cambio, aplicando solo las medidas que no comprometan el actual modelo de desarrollo consumista. Esa fue la finalidad de la primera Cumbre de Adaptación Climática (2021) y de Comisión Global de Adaptación. A la vez, gobiernos e instituciones internacionales se esfuerzan constantemente en aparentar una preocupación por el medio ambiente, más ficticia que real, con un amplio despliegue publicitario que incluye emblemas e insignias. Es el caso de los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible de la “Agenda 2030”, que han servido para enfrentar a unos y a otros, a buenos y a malos, a ambientalistas y a negacionistas, escondiendo hábilmente que negacionistas lo son todos. Así se ha ido haciendo patente en las Conferencias de las Naciones sobre Cambio Climático que han ido cambiando sus objetivos vaciándolos de contenidos puramente climáticos a favor de medidas de adaptación y reparación de «pérdidas y daños» en los países que más van a sufrir los desastres climáticos, como el que ahora nos ocupa. Por ello, la COP29 celebrada en Baku en noviembre de 2024, ha terminado en un completo fracaso. Esta falsa ideología ambientalista, que se fue configurando a lo largo de este primer cuarto de nuestro siglo, permite explicar la errática política seguida por los políticos españoles respecto a un tema central de la cuestión: el encauzamiento del Barranco del Poyo.
Esta obra estaba contemplada ya en el Plan Hidrológico Nacional aprobado por el Gobierno de Aznar en 2001, pero que fue profundamente modificado primero y derogado después por el gobierno de Rodríguez Zapatero, que promulgó un nuevo PHN en 2004, que respondía ya a los planteamientos ambientalistas antes mencionados. En efecto, el plan de 2001 era una consecuencia de la reforma de la Ley de Aguas de 1985, aprobada por el gobierno socialista de Felipe González, por lo que dicho plan hidrológico mantenía cierto nivel de acuerdo entre los dos grandes partidos que se repartían la gobernación del Estado hasta entonces. Se caracterizaba sobre todo por un nuevo transvase desde el Ebro hacia Cataluña, Valencia y el Sureste, según un viejo proyecto de Félix de los Ríos de 1933, para completar así el Tajo-Segura. Como complemento del mismo, proponía diversas obras de restitución y adaptación de los cauces naturales de los barrancos de Torrente, Chiva y Pozalet, así como del barranco del Poyo, incluyendo la limpieza y ampliación del cauce del dicho barranco, que correspondía al organismo autonómico. Pero el Plan fue modificado por el Gobierno Zapatero, que dentro ya de esa otra ideología medioambiental, eliminó el transvase del Ebro, sustituyéndolo por una serie de desaladoras (Programa Agua), sin saber el coste medioambiental que supondría la generación eléctrica para dichas desaladoras. Este Plan también anuló el encauzamiento del Poyo, sustituido por una presa en Cheste para proteger la misma zona que veinte años después sería anegada por la grave riada del 29 de octubre. Pero tampoco, la construcción de la mencionada presa fue retrasada primero y olvidada después, porque suponía unos costes socioeconómicos muy elevados, aunque muy inferiores a los daños producidos por la riada. La Confederación Hidrográfica del Júcar se justificó a posteriori diciendo que tampoco hubiera evitado los efectos de las inundaciones, debido a su escasa capacidad (8 Hm3.) insuficientes ante el volumen de la fatídica riada de 110 Hm3. Sin embargo, la mencionada CHJ olvida que la función de una presa no es sólo de embalsar sino retener y laminar, máxime cuando se debía haber encauzado el barranco, según un plan que preveía retirar construcciones y crear riberas de vegetación. Prueba de ello es que en los momentos claves de la inundación, la misma Confederación estaba más pendiente de la ruptura de la presa de Forata en el Magro que del mencionado barranco que fue el principal responsable de la tragedia y cuyo rápido aumento de caudal pasó prácticamente desapercibido hasta que ya era demasiado tarde.
Dicho barranco debía haber desembocado en el último tramo del nuevo cauce del Turia y no en la Albufera, como lo ha hecho siempre, de forma que las márgenes del nuevo Turia no hubieran actuado de barrera, como han afirmado algunos técnicos, sino todo lo contrario. Esta supuesta barrera del nuevo cauce es una más de las críticas que las recientes doctrinas ambientalistas, antes citadas, hacen de obras emblemáticas de transformación del medio, negándoles su valor, a pesar de las evidencias. Así se niega el papel jugado por ese nuevo cauce en la evitación de la riada sobre la ciudad, que hubiera exagerado la catástrofe. Incluso se olvida que la anterior administración del llamado “Pacto del Botanic”, siguiendo los criterios de la mencionada ideología ambientalista, se había planteado revertir el antiguo cauce, hoy jardín urbano, devolviéndole su primitiva función “natural”. Lo que por fortuna no les dio tiempo de llevar a cabo.
Figura 6: Los proyectos nunca realizados que hubieran amortiguado el desastre
Fuente: Ana María Camarasa
La dimensión sociológica: consumismo y evasión.
Por último, no podemos ignorar, en este análisis de conjunto de la riada del 29 de octubre, el comportamiento de los ciudadanos ante la emergencia citada: ¿cómo se recibieron y cumplieron las alertas? ¿Qué caso se las hizo? ¿Cómo se habrían comportado los afectados en otras circunstancias? Y, lo más importante: ante una alerta de estas condiciones ¿por qué cientos de conductores siguieron haciendo su vida normal, incluso moviendo sus vehículos particulares, jugándose literalmente la vida y perdiéndola en circunstancias extremas? Responder a estas preguntas nos obliga a referirnos a la actual sociedad de consumo y a su relación con el digitalismo imperante.
Es decir, el comportamiento y orden de valores de los ciudadanos de las zonas afectadas, como los de cualquier otra parte del mundo desarrollado, aunque no haya sufrido ningún desastre, se ajustan a lo que, ya hace unos años, Erich Fromm llamó Homo Consumens, es decir, un ser humano definido por su “consumo”, al igual que el Homo Sapiens de Linneo lo era por su conocimiento y el Homo Faber de Bergson, por su capacidad creadora. Involución patente de la especie, al menos desde el punto de vista intelectual y moral, que queda definida en dos objetivos de nuestros días: el consumo como forma de vida y la digitalización como forma de conocimiento.
Los avances tecnológicos de los últimos decenios han permitido que, en términos teóricos al menos, la capacidad productora de una sociedad moderna y desarrollada sea muy superior a las de sus necesidades de consumo, por lo que es necesario potenciar estas últimas, mediante todo tipo de incentivos y estímulos que han terminado por configurar una nueva sociedad, incluso un nuevo individuo definido por su capacidad y deseos de consumir, más que por su profesión, cultura o ideología. Este nuevo individuo consumidor viene siendo educado a propósito mediante una formación lo más elemental y acrítica posible para que sea lo más sensible posible a la publicidad comercial e ideológica, sobre todo la que recibe en la red.
Además, esta sociedad consumista está caracterizada también por otros aspectos de mayor transcendencia que, poco a poco, van definiendo esta nueva cultura, o mejor subcultura, limitada a la preponderancia de lo morboso, lo rosa y lo negro, del sensacionalismo de lo negativo sobre la normalidad de lo positivo, etc. todo ello como vehículo de promoción consumista que es lo que se pretende. Así queda patente en las nuevas fiestas y promociones de reciente generalización de factura anglosajona, lo que no es baladí: Halloween, Black Friday, etc. O en la generalización de la llamada obsolescencia programada, que cada vez afecta a más productos que podrían durar más tiempo. Todo ello son instrumentos para fomentar en las personas una actitud pasiva, para que se deje llevar por la masa y la publicidad.
Como consecuencia de ello, y en el terreno que nos ocupa, ese nuevo individuo consumista de bienes y servicios es, por definición, escasamente proteccionista del medio natural. No se puede pretender que la misma persona o sociedad sea consumista de bienes y servicios por la mañana y ahorrador y protector del medio ambiente por la tarde. Ello permite diferenciar al poseedor del conocimiento –el que sabe– del mero usuario del mismo, que lo “consume”, sin que ello produzca su mejora intelectual y moral, como ya dijera Lyotard, en 1979. Así, muchas de las víctimas de la catástrofe que analizamos sabían el peligro de la zona en que vivían y de lo inadecuado de dejar el coche en un barranco aunque siempre estuviera seco, por ejemplo, pero no fueron capaces de proyectar ese saber sobre la situación que les tocó vivir, dándoles la impresión de que “no les avisaron”. A su vez, quienes estaban obligados a hacerlo también pensaron, por la misma razón, que “si habían alertado”.
Figura 7: El automóvil, uno de los símbolos de la sociedad de consumo, se ha convertido paradójicamente en la evidencia más mediática del desastre causado por la dana
Además, como consecuencia de esto último, tanto en los medios de comunicación tradicionales como en las redes sociales se da cada vez más preferencia a lo informativo sobre lo formativo y a la imagen sobre la palabra. Esto es especialmente importante desde la generalización de la mensajería digital, correos electrónicos, redes sociales, etc. que se manejan tanto para las comunicaciones más banales y meramente publicitarias, como para informaciones de mayor interés, como avisos a la población, como ocurrió con las inundaciones que comentamos. Utilizar el mismo sistema de comunicación social para funciones tan distintas, desde los spams o diversos anuncios por un lado y avisos y alertas de interés general por otro, sólo consigue trivializar el valor de estos últimos, lo que les resta eficacia, sobre todo para esa población consumista, acostumbrada a un constante bombardeo publicitario, casi siempre intranscendente y banal.
Si a todas estas variables como son las dificultades para la previsión meteorológica por un lado y los cambios en la ideología ambientalista y la actitud consumista de la población por otro, unimos las cuestiones puramente políticas como los enfrentamientos partidistas o los derivados de la estructura autonómica del Estado, tendremos el resultado que ha conmovido a todo el país. En efecto, hubo a la vez imprevisión, al no haberse efectuado las obras necesarias que hubieran evitado un desastre largamente anunciado y también grave improvisación en las medidas que se tomaron o dejaron de tomarse para hacer frente a las consecuencias de dicho desastre, lo que convierte a esta catástrofe en un hecho paradigmático de los problemas del mundo contemporáneo.
Si al principio de estas reflexiones decíamos que la catástrofe analizada no podía asimilarse al cisne negro de Taleb, pues era un riesgo posible con numerosos antecedentes a lo largo de la historia, ni que tampoco se tuvo en cuenta la metáfora del aleteo de la mariposa, de Lorenz, olvidándose que pequeñas variaciones en las condiciones iniciales pueden determinar consecuencias muy diferentes, tenemos que concluir de cara al futuro que la imprevisión de unos y a la improvisación de otros, es decir cisnes y mariposas, van a seguir estando presentes en muchos acontecimientos de nuestro inmediato porvenir.
Fernando Arroyo Ilera
Real Sociedad Geográfica
[1] Arroyo, F. (2007): “Territorio, Tecnología y Capital. La regulación hidroeléctrica de los ríos españoles”. En Treballs de la Societat Catalana de Geografía. Nº 63.Págs. 39-70.